Aquí hasta el más valiente sonríe nerviosamente, sin convicción frente al aparato algo más que pájaro, menos -obviamente- que avión. Desde Puerto Montt se inicia la aventura, el alejamiento de los acostumbrado/conocido; se inicia la incursión a un terreno de hermosa exuberancia y patético abandono. Llegamos a Chaitén, hacer acopio de afectos y subir ahora a un vehículo terrestre: La Banda Bordemar en pleno más Ricardo Mendoza (el dibujante, poeta y editor valdiviano) vienen a formar parte de una expedición a caballo de este fin de siglo. Un viaje por senderos de penetración que son un riesgo permanente igual al desafio de vivir en estos años de engañosa fibra. Bordeando cerros australes, pasando a horas increíbles por estrechísimos caminos que dejan caer los bordes cada tanto. Frío, restos de nieve, rodados impresionantes al encuentro de este grupo de creadores.
¿Qué contiene este viaje? ¿Para qué armarse de música, paciencia y valor? ¿Cómo tanto transitar por inhóspita huella y volver a medio despertar, a medio dormir a un Chaiten sin luz, oscurecido y pobre con sombreadas figuras orilleras, espejo incontrarrestable de nuestra condición de sur?.
Y bien: todo era por tocar músicas voladoras en las escuelitas al paso. Unos pocos niños en cada una de ellas más sus padres, pioneros en estas latitudes. Público de ojos agrandados y oídos alerta abriéndose a toda caracola para guardar este encanto en el invierno permanente. Cada sonido, cada palabra de los músicos que desembarcaron instrumentos prodigiosos. Todavía se habla de los músicos viajeros. De la Sol y su pelo negro y su sonrisa y su ternura y su comprensión anterior a ella misma; de la Eugenia rostro fundido al instrumento, de la curvatura de ella, de su ondulante violín y la dulzura; de Jaime con el piano al hombro, encrespado en oleadas interiores, mar adentro viviendo por las cavernas de ese territorio increíble donde reina a medias el silencio, a medias la música; de Jaime que sale a veces solamente para chispear; de la Caty, gringa adoptada, deseosa de alma, ardiendo por Chiloé y los suyos, aflautada que nombra por ausencia; de Fernando barba abajo hasta el encordado del tiempo donde nuestra querida isla es el gran volantín siempre vigente de la infancia.
Todavía los recuerdan porque son muchos los que pasan por la Carretera Austral con prismáticos y cámaras fotográficas. Muchos los que enganchan con el paisaje y la sensación de sentirse descubridores. Pero poquísimos se fijan en los seres humedecidos que bordean el camino. Menos aún los que se detienen y dejan un pedazo de su mundo para el uso doméstico del recuerdo.
¿Que sentido tiene este viaje? La Banda Bordemar, parece un cometa en el universo poblado de luces. Igual al Roberto Arroyo y Ricardo Mendoza que todavía tiene una exposición plástica circulando por las escuelas de la provincia de Palena. En los tiempos que corren, es sin duda, un riesgo apostar al gesto menor y atreverse a sostener ese gesto bordea el heroísmo. Y es que a uno como creador le obsesiona la minucia, los guiños que padecen del desprestigio por su aparente gratuidad. Tal vez por este espíritu de contradicción consubstancial a la creación, nos seducen las empresas difíciles y nos provocan, por el contrario, sospechas los afanes exitistas de una sociedad plagada de fuegos fatuos. Estar “vigentes” en el medio de este fragor es algo que huele a transacción y adelgazamiento de los principios.
Sin embargo, no se puede un artista enorgullecer de ser expulsado en el proceso de centrifugado, no puede instalarse a crear desde un reducto apátrida. Más le cabe la luz de faro. Porque necesitamos lectores, oyentes, mirantes; otros en quienes y con quienes maravillarnos de estar vivos es que las acciones de resistencia tienen valor.
La posición del intelectual que se aparta para impedir la contaminación es francamente repulsiva; la del que se sume en el caldo de estos años convencido y actuando según las leyes del mercado, es patética. Habiendo como elegir comparto este vivir en los Bordes...orillando esta verdadera zona de riesgo que es el éxito para centrarse en establecer la palabra, la imagen, los sonidos que guardaremos de memoria por las generaciones que vienen y que no pueden heredar el vacío.